Vivimos tiempos de cambio. Pocos pueden dudarlo ya. Certezas que creímos asentadas se están poniendo en cuestión. Los efectos de esa crisis que tantas veces se negó, no han acabado aún de aflorar y nos plantean desafíos a cada momento. Asistimos a mutaciones que estamos lejos de comprender. Incluso el acuerdo que habíamos adoptado por consenso para organizar la convivencia parece ya más una reliquia que un compromiso para ganar un futuro compartido.
Y para colmo, está lo de la tecnología.
Como si todo lo anterior no fuera bastante para alterar el marco en que desarrollamos nuestro trabajo de juristas, nos ha asaltado la mayor incertidumbre con eso de la tecnología.
Leemos que un tal Watson, diseñado por IBM, puede responder al lenguaje natural e interactuar con nosotros en los más diversos ámbitos prácticamente sin barreras y casi de inmediato, pensamos que “HAL 9000”, esa pesadilla que nos anunciara Kubrick en “2001, Una Odisea en el Espacio” ya ha dejado de ser ficción.
Y la incertidumbre se convierte en temor y recelo.
Oímos palabras nuevas que nos alejan de una jerga tecnológica que no acabamos de incorporar a nuestro acervo porque nos parecen extrañas y lejanas. Impropias de juristas absorbidos por una tarea y un oficio que en siglos se ha ido caracterizando y decantando hacia una muy concreta actividad y un lenguaje específico y riguroso. En el caso de los abogados en particular se une la relevancia que se deposita en el profesional, la confianza que genera y mantiene. Lo que en términos técnicos se ha configurado como una prestación «intuitu personae» (es decir en atención a la persona) y es lógico que se quiera preservar con sano orgullo esa tradición antes de saltar al abismo desconocido de una supuesta novedad que en principio lo cuestiona de forma palmaria.
Así, si alguna vez sentimos cierta curiosidad inicial, ésta se torna pronto en desdén, cuando intuimos que puede peligrar el núcleo mismo de nuestro ámbito profesional por meras razones de coste operativo. Cuando nos asalta la inquietante sospecha de que detrás de cada novedad tecnológica se puede albergar una ilícita forma de competencia que amenaza con sustituir nuestro saber individual. Y no parece aceptable para muchos asumir como inevitable un genuino proceso de mutación en el que su conocimiento madurado a través del esfuerzo personal, se transforma en mera información estandarizada y automatizada que difícilmente puede resultar de provecho para el bien común.
Como vemos, no es característica de los juristas el acoger con entusiasmo estas novedades, que casi siempre se reciben con una prevención y cautela que los años sólo contribuyen a incrementar, por lo que no encontraremos en ellos un campo especialmente abonado para ver como germinan los nuevos saberes tecnológicos.
Lejos de ser algo específico de este sector profesional, también debe llamar a reflexión que en el lenguaje coloquial la expresión «sin novedad» se venga usando casi como un recordatorio tranquilizador frente al caos que se supone en la aparición de la novedad. No es casual que esa fuera la expresión con que los serenos nos calmaban en las noches siempre inciertas para informarnos así de que podíamos dormir sin sobresalto porque nuestros enemigos también descansaban.
Pero mucho me temo que ya no estamos en tiempos para acunarnos con falsas expectativas, ni nos va a servir de mucho tampoco sentir añoranza de aquellos luditas que en el siglo XIX reaccionaban con violencia saboteando las máquinas que les expulsaban de su trabajo. Afortunadamente, en nuestras sociedades abiertas, no hay manera de impedir ni alterar el libre acceso a la red y este dato es fundamental.
Como diría Monterroso, lo único cierto es que cuando despertemos, el dinosaurio seguirá allí.
Estamos en una encrucijada que nos plantea una clara disyuntiva: O nos enfrentamos a esa prevención cautelosa que hemos desarrollado contra lo nuevo y que se quiere en ocasiones presentar como sana prudencia, a esa falsa sensación de tranquilidad con que pretendemos seguir yéndonos a dormir cada noche, creyendo que todo sigue en orden; o nos entregamos a ella y aceptamos que nos irá dominando y cada vez seremos menos conscientes de lo que ocurre a fuerza de mantener que nada ocurre.
Es mucho lo que está cambiando y nos exige a su vez un profundo cambio de actitud o cuando queramos darnos cuenta como pasó con los dinosaurios, simplemente nos habremos convertido en fósiles.

justiciaonline
Quizá sea conveniente recordar ahora algo que para muchos no resultará precisamente obvio sino desconocido. Términos como ODR (siglas de la locución inglesa “online dispute resolution” y que en lengua vernácula podemos traducir como Resolución de Disputas en Línea y convertir en las siglas RDL) no han llegado precisamente ayer pues gozan de una trayectoria que se remonta a dos décadas.
En efecto, la primera experiencia de mediación electrónica tuvo lugar el 1.996 en Maryland a iniciativa de cuya universidad y más en concreto de su Escuela de Derecho se desarrollaron junto con el gobierno del Estado, para su aplicación a los litigios de familia y los conflictos de los estudiantes en el campus.
En 1.999, la ICANN (Internet Corporation for Assigned Names and Numbers) desarrolla la UDRP (Uniform Domain-name Dispute Resolution Policy), mecanismo pensado precisamente para solventar online las disputas sobre nombres de dominio que tanto han caracterizado al sector. A través de la OMPI que actúa como proveedora de servicios para la ICANN, es perfectamente posible plantear y resolver online las reclamaciones sobre esta materia (Por cierto que en el núcleo de profesionales que implementaron el sistema es de destacar la presencia de Zbyněk Loebl posterior creador de la plataforma youstice de la que hoy ad cordis es RDL en España.)
En el año 2.000 tiene lugar la creación del sistema E-Bay para solventar las reclamaciones derivadas de las compras que tenían lugar en esa plataforma y el año siguiente, Ethan Katsh y Janet Rifkin publican la obra conjunta «Online Dispute Resolution. Resolving Conflicts in cyberespace» (no hay traducción en español) en la que por vez primera se compendiaban de una manera sistemática las diversas experiencias y posibilidades que ofrecían las TIC´s en la resolución de conflictos.
Recientemente, en el pasado Febrero, la UE ha presentado en sociedad su flamante Plataforma de Resolución de Conflictos de Consumo
Como vamos viendo, ni las plataformas de ODR o RDL tienen algo en común con “HAL 9000”, ni nos deben causar mayor temor que en su odisea a Ulises los cantos de sirena.
En puridad, sólo estamos ante la mera traslación “online” del cometido tradicional de cualquier jurista a un ámbito especialmente abierto a la libre iniciativa como es el de la resolución extrajudicial de conflictos, cuya consolidación será posible gracias a la activa colaboración de universidades, ciudadanos, gobiernos y empresas.
Sobre todo esto y más en particular referido a las plataformas de resolución online de disputas en el ámbito del comercio electrónico he desarrollado algunas ideas en el blog de adcordis.