Estoy seguro que cualquier observador imparcial que urgido por la mera curiosidad y como entretenimiento para su personal deleite se apreste a bucear en las procelosas aguas del mundo de la mediación, se sorprenderá de la actividad de este curioso colectivo profesional casi tanto como cualquier aficionado al submarinismo, pues no son pocas las semejanzas que se pueden extraer entre ambos mundos y no es la menor de ellas el continuo movimiento y la agitación constante en que se desarrollan.
Esa agitación se pudo verificar con diferentes grados de apasionamiento, bien es verdad, tanto en los medios como en las redes sociales a raíz del pronunciamiento del Juzgado de Primera Instancia Nº 52 de Barcelona que, en la resolución de un incidente surgido de un previo juicio verbal del automóvil, razonaba la pertinencia y licitud de imponer una sanción a una compañía aseguradora, por la interposición de una demanda de cuantía mínima que tan sólo pretendía la limitación del monto indemnizatorio sin cuestionar la ocurrencia del siniestro, la forma en que se produjo, o la responsabilidad derivada de tal hecho, lo que, con buen criterio a mi juicio, llevó a la juzgadora a estimar tal conducta como desleal y contraria a la buena fe procesal que imperativamente se debe observar por todos los implicados en un procedimiento jurisdiccional a tenor del artículo 247 L.E.C 1/2000.
Cabalmente entendido, el auto en cuestión, se limitaba a lo dicho y nada más pretendía justificar cumplidamente la sanción a una entidad que con su comportamiento estaba desvelando una contradicción insalvable con los postulados de la buena fe al incurrir en un abuso de derecho manifiesto.
Habrá sin duda quien pueda alegar motivos jurídicos que aboguen para legitimar una discrepancia sobre tal extremo, pero interesa destacar ahora que lejos de centrarse en esa discrepancia, los hechos discurrieron por otra senda bien distinta ya que, sorprendentemente a mi juicio, esa agitación permanente a que antes me refería como más propia de los bancos de peces que se mueven por instinto gregario que de las agrupaciones profesionales que deben hacerlo por sosegadas reflexiones, determinaría que el protagonismo del debate se desplazara del objeto material del auto a algo tan accidental como la somera referencia que incluía a la posibilidad descartada por la compañía mercantil de acudir a mediación.
Rastreando el origen de tan palmario desenfoque, se me ocurre que la forma en que fue presentada la noticia quizá tuviera algo que ver, pues sin demasiado acierto, la albergaba el diario Expansión, en su edición digital del 23 de Marzo.
bajo el siguiente titular: Un juzgado sanciona a una empresa por no acudir a una mediación.
Bien es verdad que inmediatamente la entradilla aclaraba que la sanción de 40 euros a la aseguradora traía su causa en la mala fe procesal, pero la semilla de la confusión, abonada por no incluir siquiera un enlace a la resolución judicial, ya estaba echada.
Como efecto inmediato, sin duda achacable a la siempre respetable apariencia de la letra impresa, se abriría un debate en linkedin bastante más matizado: Juzgado de Barcelona sanciona aseguradora por abuso del proceso, al no haber intentado previamente la mediación. Aquí lo relevante es que se intentaba matizar que el motivo de sanción era el abuso del proceso, lo que viene a situar el debate en su verdadera dimensión.
En el tráfago subsiguiente se sucederían todo tipo de argumentos sobre la oportunidad y conveniencia no ya de observar una conducta en línea con la buena fe procesal como impone imperativamente la L.E.C y subraya el auto judicial, sino sobre el asunto cuya atención reclamaba el titular confirmando con ello nuestra inveterada costumbre de leer sin detenernos a entender.
Así he podido encontrar manifestaciones entusiásticamente a favor de sus efectos o veladamente en contra de la mediación obligatoria que se nos vendría encima por su causa sin olvidar por supuesto que en todos los casos abundaban las disquisiciones al uso sobre su mayor o menor grado de justicia, la desnaturalización de la esencia de la actividad mediadora e incluso las menciones obligadas a otros ordenamientos aledaños que en mi opinión resultaban igualmente aledañas al objeto que nos debería tener ocupados y que todavía no he visto abordado con un mínimo interés en ningún sitio.
¿Qué supone de verdad el Auto de 26 de Enero de 2015? ¿Implica o aporta alguna novedad reseñable en materia de mediación?
Ya anticipé antes que en mi opinión, sólo muy tangencialmente es la mediación su objeto, pues lo que en verdad enjuicia es la conducta de la aseguradora previa a la interposición de la demanda y las implicaciones de esta, a fin de determinar si persigue algún fin lícito en cuanto que amparado por el ordenamiento. Y es que conviene recordar que la correcta formulación de una demanda en sí misma no tiene categoría alguna suficiente para presumir su licitud y amparo legal de modo automático. En este caso, según leemos en su antecedente de hecho PRIMERO el incidente a que pone fin el Auto del Juzgado de Primera Instancia Nº 52 de Barcelona, trae su causa a su vez en el FUNDAMENTO DE DERECHO QUINTO de la sentencia de 25 de Noviembre de 2.014, recaída en el juicio verbal del automóvil promovido en reclamación del reintegro de 402,75 €. Dicho importe, en opinión de la actora habría sido abonado indebidamente al perjudicado como contraprestación improcedente por el uso de un vehículo de sustitución, y su pretensión, desestimada en dicha sentencia, ahora además acabaría determinando la imposición de la sanción por mala fe procesal y abuso de derecho.
Pues bien, el mencionado FUNDAMENTO DE DERECHO QUINTO de la sentencia de 25 de Noviembre de 2.014, advertía ya que la formulación de una demanda de juicio verbal en reclamación de 402,75 € no podía verse como aceptable en cuanto que se podía constatar que el coste que para las arcas públicas suponía impetrar dicha acción judicial se elevaba a 2.610€ en el año 2.000 y partiendo de que tal coste a Enero de 2.015 se vería ampliamente superado, se podía concluir sin gran dificultad que atendida la cuantía reclamada con la demanda, el interés público sufriría un menoscabo fácilmente cuantificable, por lo que no debía bastar para justificar la admisión y eventual estimación de la pretensión de la aseguradora la mera alegación rutinaria del artículo 24 de la C.E.
Conviene hacer una pausa para recordar aquí que la justicia no es gratuita, ya que los costes que supone su mantenimiento se distribuyen vía impuestos indiscriminadamente entre todos los ciudadanos y sólo parcialmente vía tasas entre los usuarios que acuden a ella, por lo que el deber del juez como gestor de unos fondos estatales escasos, incluye su maximización a fin de garantizar que la admisión y trámite de ciertas pretensiones de bagatela no impida, perturbe o dificulte la de otras de mayor enjundia, que el interés público obliga a atender prioritariamente.
Al obrar así, el órgano jurisdiccional lanza un inequívoco mensaje a la responsabilidad de sus usuarios ya que les obliga a anticipar la contingencia de que sus pretensiones últimas puedan verse cuestionadas si sólo se limitan a una mera divergencia contable lo que en buena lógica llevará a todos a evitar el acceso indiscriminado a los tribunales. Al mismo tiempo, esa resolución llevará a ciertos usuarios específicos que como la mercantil en cuestión estaban acostumbrados a invadir las sedes judiciales a la menor ocasión con reclamaciones inferiores a 2.000 euros a replantearse su actitud. En efecto, el hecho de que en contra de cualquier atisbo de racionalidad económica el artículo 4.1 e) de la Ley 10/12 viniera a otorgar sobre el papel un acceso casi ilimitado a la jurisdicción a las aseguradoras no puede suponer la correlativa dejación de sus funciones por los titulares de un poder del Estado, y en este sentido es indiscutible que los órganos jurisdiccionales gozan de plena potestad para verificar en cada caso la concurrencia de todos los supuestos que determinan la admisibilidad de cada pretensión que ante ellos se formula.
Los «RAZONAMIENTOS JURÍDICOS» «PRIMERO», «SEGUNDO» y «TERCERO» del Auto que comentamos, determinan la inexistencia de buena fe procesal en la mercantil actora por cuanto descartan el encaje en el ordenamiento de la acción entablada, a la vista de los parámetros constitucionales en que se ha configurado el derecho de acceso a la jurisdicción en nuestro ordenamiento, lo que determina la procedencia de la sanción por abuso de derecho y mala fe procesal cuya cuantía se ajusta en el razonamiento jurídico «CUARTO».
En nada de lo dicho se rastrea referencia alguna a la mediación salvo al destacar el hecho de que la existencia de este método alternativo no fue considerado relevante para que la actora recondujese su pretensión fuera del ámbito jurisdiccional.
Y es que si antes hablábamos del comportamiento gregario de los bancos de peces entre los mediadores a la hora de comentar este auto, la entrada en vigor de la ley 5/12 no ha parecido tener mayor efecto tampoco entre las aseguradoras que con similar actitud en vez de analizar las implicaciones y reevaluar las nuevas posibilidades que pone a su disposición el ordenamiento, han preferido seguir transitando cansinamente por senderos ya trillados, sin darse cuenta en el ínterin que las señalizaciones se habían quedado desfasadas y que esa actitud podía llevarlas a destinos imprevistos por no saber integrar las innovaciones.
Ha transcurrido ya un tiempo prudencial desde el auto del Juzgado Nº 52 y por eso llama la atención que un nuevo pronunciamiento del mismo órgano jurisdiccional a cuenta esta vez de un desahucio promovido por Bankia no haya ocasionado similar agitación en las aguas… por más que en mi opinión obedezca a un planteamiento de fondo análogo, pero sobre esto en todo caso hablaremos ya otro día.


Escribir un blog resulta algo apasionante, pero a la vez no deja de inquietar el momento en que uno se pone frente al teclado para intentar hilvanar algunas ideas que despierten el interés de los que tengan a bien leerlas.
Este pretende ser un medio esencialmente abierto a su participación y si hasta ahora se ha centrado en los aspectos más técnicos o puramente jurídicos que no son precisamente proclives para fomentarla, hoy va a aprovechar algún debate de actualidad y en particular uno que se desarrolla en linkedin para plasmar algunas reflexiones respecto a la función de los abogados cuándo litigan.
La pregunta que da origen a esta reflexión es la siguiente ¿Es necesaria la agresividad, en el ejercicio de la abogacia?
Para tener una opinión sobre el particular no hace falta saber de leyes ni tener la más mínima noción jurídica, porque cualquiera que alguna vez haya contratado los servicios de un abogado tenía unas concretas expectativas al respecto. Y así, por usar los conceptos del baloncesto, habrá quien espere de su abogado una defensa marcando al contrario y otros que verán mejor un marcaje en zona, pero ninguno entendería una pasividad estilo Rajoy, que por mucho que alardee de manejar bien los tiempos, por centrarse en el cronónometro, se desentiende del campo de juego.
A mi entender, esas expectativas de cada ciudadano respecto de la actitud que le despierta más seguridad y confianza en el desempeño profesional de su letrado, deben ser siempre explicitadas desde los primeros momentos, de manera que al formalizar la correspondiente prestación de servicios, el cliente pueda conocer en qué grado se van a cubrir éstas y el letrado deberá renunciar a asumir esa concreta defensa si considera inasumibles las indicaciones al respecto. Dicho de manera gráfica, el cliente, debe tener claro si la actitud de su letrado respecto a su caso va a corresponderse con la elevada dignidad de un Atticus Finch, el activismo cínico de un Alan Shore, o el escepticismo empírico de Sir Wilfrid Robarts
Lo anterior debe complementarse en todo caso con unas mínimas nociones que el letrado suministrará a su cliente para hacerle ver que el desarrollo de un juicio en España en teoría tiene muy poco que ver con lo que las teleseries americanas han fijado en su subconsciente y que los comportamientos que se permiten en estrados, dan muy poco margen para el lucimiento y la teatralidad que tanto nos encandilan en la pantalla.
Que por imperativo legal se nos prive asistir a la exhibición de una tarde de gloria de un Sir Wilfrid en «Testigo de cargo» no quita para que la contienda judicial sea ante todo el encauzamiento de la agresividad a través de un procedimiento rígidamente pautado. Negar ese componente es negar la esencia misma de la función que se desempeña en los estrados. El letrado no se sienta frente a la contraparte para contemplar el santo advenimiento de la concordia entre los litigantes en forma de mesurada resolución judicial, sino más prosaicamente para derrotar a su adversario y si es posible además reducir a pavesas dialécticamente hablando sus argumentos. (Esto que se suele conocer en lenguaje técnico como ganar con costas)
Cualquier idea que se tenga en mente sobre la agresividad del abogado ha de partir pues de ahí. Si, tras leer el Marca como le gusta a Rajoy, hubiéramos de usar una metáfora deportiva, creo que a muchos se les representaría la sala de vistas como un combate de boxeo dónde se espera asistir a una ensalada de golpes (dialécticos) entre los púgiles hasta ver caer a uno e intuyo que esa imagen no siempre resultará agradable para ciertas sensibilidades.
No entraré a discutir ahora si el boxeo es más o menos edificante como espectáculo deportivo, porque me interesa destacar en todo caso que según todos los estudios, el deporte más agresivo por antonomasia es el ajedrez, dónde dos tranquilos y en apariencia pacíficos ciudadanos cuya inteligencia se presume elevada se dedican a ejecutar extraños movimientos de piezas sobre un tablero. Un odio africano han llegado a profesarse los grandes maestros, que precisamente al no poder desahogar la enorme agresividad interior que acumulan contra su oponente, de una manera explosiva o con esa imediatez propia de los púgiles en el cuadrilátero, se ven compelidos a elaborar concienzudamente las más alambicadas estrategias con que encubrir unos impulsos cuasi homicidas.
No ha de extrañar demasiado esa violencia fría que oculta la apariencia calmada de los ajedrecistas ya que está lejos de ser exclusiva de estos deportistas y resulta común a cualquier otro ámbito. Si nos detenemos a observar a nuestro alrededor, cualquiera que simplemente haya coincidido en algún momento con una pareja mal avenida, habrá podido identificar un «mar de fondo» que encubre y delata una agresividad contenida que se manifiesta a la menor oportunidad cuando por ejemplo las más nimias expresiones que en un contexto menos hostil serían tenidas por neutras, adquieren un significado casi ofensivo. A diferencia del boxeo o el ajedrez, las reglas que rigen este combate no están explícitas en ningún texto que permita su conocimiento directo y exégesis certera, sino que se han ido formando a través de las servidumbres que jalonan la rutina de una convivencia. Con ello, nuestra sensibilidad de espectadores se puede resentir aún más, ya que si bien intuimos esa violencia larvada carecemos de la capacidad para procesarla o incluirla en algún esquema previo.
En definitiva lo que todo ello nos muestra a mi entender es que lejos de circunscribirse a determinadas expresiones o manifestaciones, la agresividad es consustancial a la actividad humana y puede encubrirse hasta en las aparentemente más «pacíficas».
No soy más que un abogado que ha devenido mediador y por tanto si bien puedo saber algo de leyes, carezco de la preparación de los profesionales de la psicología a la hora de diseccionar el comportamiento humano, pero como es difícil sustraerse a la tentación, apuntaré una hipótesis que pueda ayudar a circunscribir esta paradoja. Es sabido que nuestra conducta es verificada permanentemente por la amígdala o el cerebro reptiliano que no da tregua alguna a la hora de discriminar ante lo que identifica como amenaza y nos pone en guardia ipso facto para reaccionar según unos impulsos fisiológicos determinados. Como nuestra capacidad para transformar esos impulsos primarios es infinita gracias a la cultura, ese gran invento que sobre todo el lenguaje ha hecho posible, nos encontramos con que la violencia de los ajedrecistas por ejemplo, ha conseguido sustituir una respuesta primaria por otra ciertamente muy elaborada que logra encubrir ese impulso pero que no por ello deja de ser esencialmente otra manifestación agresiva.
Es en un contexto sociocultural como el descrito dónde nos desenvolvemos cada día y hemos de discernir para obrar en consecuencia. A mi entender, la premisa básica para ello deberá poner el foco menos en las manifestaciones exteriores de la agresividad que en detectar y en última instancia encauzar esa violencia soterrada. A este respecto, no es indiferente que el campo de juego sea el del litigio que fomenta la actitud beligerante de las partes o el de la mediación, que pretende justamente su cooperación y abre muchas más posibilidades para su libre expresión.
Ideas como que sólo concilia el débil, o que la buena fe y la cortesía deben presidir la relación entre los participantes en un litigio, resultan igual de incompletas, desacertadas o inexactas. Nunca sabremos a priori quién es el débil porque nunca podremos conocer ni mucho menos medir el grado de audacia del contrario. Por otra parte, en una situación de violencia que es la propia de un enfrentamiento, importan mucho menos las normas que los hechos.
Si David era el fuerte o el débil es irrelevante por la sencilla razón de que nunca se desarrolló el combate según las reglas que todos suponían iba a tener lugar y bastó su rápida acometida con la onda para acabar con Goliat, que con toda su teórica fortaleza quizá hubiera preferido desde el primer momento una conciliación de haberle advertido que las ondas también se admitían. Lo que a uno sobró de audacia al otro fue de confianza.