Anotaciones al auto de 26 de Enero de 2015 del Juzgado de Primera Instancia Nº52 de Barcelona

Estoy seguro que cualquier observador imparcial que urgido por la mera curiosidad y como entretenimiento para su personal deleite se apreste a bucear en las procelosas aguas del mundo de la mediación, se sorprenderá de la actividad de este curioso colectivo profesional casi tanto como cualquier aficionado al submarinismo, pues no son pocas las semejanzas que se pueden extraer entre ambos mundos y no es la menor de ellas el continuo movimiento y la agitación constante en que se desarrollan.

Esa agitación se pudo verificar con diferentes grados de apasionamiento, bien es verdad, tanto en los medios como en las redes sociales a raíz del pronunciamiento del Juzgado de Primera Instancia Nº 52 de Barcelona que, en la resolución de un incidente surgido de un previo juicio verbal del automóvil, razonaba la pertinencia y licitud de imponer una sanción a una compañía aseguradora, por la interposición de una demanda de cuantía mínima que tan sólo pretendía la limitación del monto indemnizatorio sin cuestionar la ocurrencia del siniestro, la forma en que se produjo, o la responsabilidad derivada de tal hecho, lo que, con buen criterio a mi juicio, llevó a la juzgadora a estimar tal conducta como desleal y contraria a la buena fe procesal que imperativamente se debe observar por todos los implicados en un procedimiento jurisdiccional a tenor del artículo 247 L.E.C 1/2000.

Cabalmente entendido, el auto en cuestión, se limitaba a lo dicho y nada más pretendía justificar cumplidamente la sanción a una entidad que con su comportamiento estaba desvelando una contradicción insalvable con los postulados de la buena fe al incurrir en un abuso de derecho manifiesto.

Habrá sin duda quien pueda alegar motivos jurídicos que aboguen para legitimar una discrepancia sobre tal extremo, pero interesa destacar ahora que lejos de centrarse en esa discrepancia, los hechos discurrieron por otra senda bien distinta ya que, sorprendentemente a mi juicio, esa agitación permanente a que antes me refería como más propia de los bancos de peces que se mueven por instinto gregario que de las agrupaciones profesionales que deben hacerlo por sosegadas reflexiones, determinaría que el protagonismo del debate se desplazara del objeto material del auto a algo tan accidental como la somera referencia  que incluía a la posibilidad descartada por la compañía mercantil de acudir a mediación.

Rastreando el origen de tan palmario desenfoque, se me ocurre que la forma en que fue presentada la noticia quizá tuviera algo que ver, pues sin demasiado acierto, la albergaba el diario Expansión, en su edición digital del 23 de Marzo.

bajo el siguiente titular: Un juzgado sanciona a una empresa por no acudir a una mediación.

Bien es verdad que inmediatamente la entradilla aclaraba que la sanción de 40 euros a la aseguradora traía su causa en la mala fe procesal, pero la semilla de la confusión, abonada por no incluir siquiera un enlace a la resolución judicial, ya estaba echada.

Como efecto inmediato, sin duda achacable a la siempre respetable apariencia de la letra impresa, se abriría un debate en linkedin bastante más matizado: Juzgado de Barcelona sanciona aseguradora por abuso del proceso, al no haber intentado previamente la mediación. Aquí lo relevante es que se intentaba matizar que el motivo de sanción era el abuso del proceso, lo que viene a situar el debate en su verdadera dimensión.

En el tráfago subsiguiente se sucederían todo tipo de argumentos sobre la oportunidad y conveniencia no ya de observar una conducta en línea con la buena fe procesal como impone imperativamente la L.E.C y subraya el auto judicial, sino sobre el asunto cuya atención reclamaba el titular confirmando con ello nuestra inveterada costumbre de leer sin detenernos a entender.

Así he podido encontrar manifestaciones entusiásticamente a favor de sus efectos o veladamente en contra de la mediación obligatoria que se nos vendría encima por su causa sin olvidar por supuesto que en todos los casos abundaban las disquisiciones al uso sobre su mayor o menor grado de justicia, la desnaturalización de la esencia de la actividad mediadora e incluso las menciones obligadas a otros ordenamientos aledaños que en mi opinión resultaban igualmente aledañas al objeto que nos debería tener ocupados y que todavía no he visto abordado con un mínimo interés en ningún sitio.

¿Qué supone de verdad el Auto de 26 de Enero de 2015? ¿Implica o aporta alguna novedad reseñable en materia de mediación?

Ya anticipé antes que en mi opinión, sólo muy tangencialmente es la mediación su objeto, pues lo que en verdad enjuicia es la conducta de la aseguradora previa a la interposición de la demanda y las implicaciones de esta, a fin de determinar si persigue algún fin lícito en cuanto que amparado por el ordenamiento. Y es que conviene recordar que la correcta formulación de una demanda en sí misma no tiene categoría alguna suficiente para presumir su licitud y amparo legal de modo automático. En este caso, según leemos en su antecedente de hecho PRIMERO el incidente a que pone fin el Auto del Juzgado de Primera Instancia Nº 52 de Barcelona, trae su causa a su vez en el FUNDAMENTO DE DERECHO QUINTO de la sentencia de 25 de Noviembre de 2.014, recaída en el juicio verbal del automóvil promovido en reclamación del reintegro de 402,75 €. Dicho importe, en opinión de la actora habría sido abonado indebidamente al perjudicado como contraprestación improcedente por el uso de un vehículo de sustitución, y su pretensión, desestimada en dicha sentencia, ahora además acabaría determinando la imposición de la sanción por mala fe procesal y abuso de derecho.

Pues bien, el mencionado FUNDAMENTO DE DERECHO QUINTO de la sentencia de 25 de Noviembre de 2.014, advertía ya que la formulación de una demanda de juicio verbal en reclamación de 402,75 € no podía verse como aceptable en cuanto que se podía constatar que el coste que para las arcas públicas suponía impetrar dicha acción judicial se elevaba a 2.610€ en el año 2.000 y partiendo de que tal coste a Enero de 2.015 se vería ampliamente superado, se podía concluir sin gran dificultad que atendida la cuantía reclamada con la demanda, el interés público sufriría un menoscabo fácilmente cuantificable, por lo que no debía bastar para justificar la admisión y eventual estimación de la pretensión de la aseguradora la mera alegación rutinaria del artículo 24 de la C.E.

Conviene hacer una pausa para recordar aquí que la justicia no es gratuita, ya que los costes que supone su mantenimiento se distribuyen vía impuestos indiscriminadamente entre todos los ciudadanos y sólo parcialmente vía tasas entre los usuarios que acuden a ella, por lo que el deber del juez como gestor de unos fondos estatales escasos, incluye su maximización a fin de garantizar que la admisión y trámite de ciertas pretensiones de bagatela no impida, perturbe o dificulte la de otras de mayor enjundia, que el interés público obliga a atender prioritariamente.

Al obrar así, el órgano jurisdiccional lanza un inequívoco mensaje a la responsabilidad de sus usuarios ya que les obliga a anticipar la contingencia de que sus pretensiones últimas puedan verse cuestionadas si sólo se limitan a una mera divergencia contable lo que en buena lógica llevará a todos a evitar el acceso indiscriminado a los tribunales. Al mismo tiempo, esa resolución llevará a ciertos usuarios específicos que como la mercantil en cuestión estaban acostumbrados a invadir las sedes judiciales a la menor ocasión con reclamaciones inferiores a 2.000 euros a replantearse su actitud. En efecto, el hecho de que en contra de cualquier atisbo de racionalidad económica el artículo 4.1 e) de la Ley 10/12 viniera a otorgar sobre el papel un acceso casi ilimitado a la jurisdicción a las aseguradoras no puede suponer la correlativa dejación de sus funciones por los titulares de un poder del Estado, y en este sentido es indiscutible que los órganos jurisdiccionales gozan de plena potestad para verificar en cada caso la concurrencia de todos los supuestos que determinan la admisibilidad de cada pretensión que ante ellos se formula.

Los «RAZONAMIENTOS JURÍDICOS» «PRIMERO», «SEGUNDO» y «TERCERO» del Auto que comentamos, determinan la inexistencia de buena fe procesal en la mercantil actora por cuanto descartan el encaje en el ordenamiento de la acción entablada, a la vista de los parámetros constitucionales en que se ha configurado el derecho de acceso a la jurisdicción en nuestro ordenamiento, lo que determina la procedencia de la sanción por abuso de derecho y mala fe procesal cuya cuantía se ajusta en el razonamiento jurídico «CUARTO».

En nada de lo dicho se rastrea referencia alguna a la mediación salvo al destacar el hecho de que la existencia de este método alternativo no fue considerado relevante para que la actora recondujese su pretensión fuera del ámbito jurisdiccional.

Y es que si antes hablábamos del comportamiento gregario de los bancos de peces entre los mediadores a la hora de comentar este auto, la entrada en vigor de la ley 5/12 no ha parecido tener mayor efecto tampoco entre las aseguradoras que con similar actitud en vez de analizar las implicaciones y reevaluar las nuevas posibilidades que pone a su disposición el ordenamiento, han preferido seguir transitando cansinamente por senderos ya trillados, sin darse cuenta en el ínterin que las señalizaciones se habían quedado desfasadas y que esa actitud podía llevarlas a destinos imprevistos por no saber integrar las innovaciones.

Ha transcurrido ya un tiempo prudencial desde el auto del Juzgado Nº 52 y por eso llama la atención que un nuevo pronunciamiento del mismo órgano jurisdiccional a cuenta esta vez de un desahucio promovido por Bankia  no haya ocasionado similar agitación en las aguas… por más que en mi opinión obedezca a un planteamiento de fondo análogo, pero sobre esto en todo caso hablaremos ya otro día.

Ponte en camino.Deja atrás tus inquietudes legales. Conantonio j. almarza garcía - abogado socio de lawyou - antoniojalmarza.com

Seguimos caminando

El 4 de Octubre, queda ya lejano y en esta primera etapa, me he propuesto al menos escribir un post cada mes.

La que sigue es una entrada absolutamente personal y por eso, la he preferido ubicar en otro bló.

Aquí, junto con su anuncio les dejo el enlace correspondiente. Espero les provoque al menos alguna sonrisa, y si les incita a pensar, tanto mejor

Confío en que podré contarles jugosas novedades en no mucho tiempo.

Como despedida me hago eco de un rumor que he podido confirmar al menos por cuatro fuentes dignas de toda solvencia: la Asociación de Derecho Colaborativo de Castilla La  Mancha está en pleno período de gestación. Lo que siempre debe ser motivo de alegría.

Aquí y aquí pueden seguir los acontecimientos y si les interesa, unirse, también pueden aquí Promete.

antonio jesus almarza garcia le invita a caminar

Se hace camino al andar.

Agresividad, conflicto, normas …

Escribir un blog resulta algo apasionante, pero a la vez no deja de inquietar el momento en que uno se pone frente al teclado para intentar hilvanar algunas ideas que despierten el interés de los que tengan a bien leerlas.

Este pretende ser un medio esencialmente abierto a su participación y si hasta ahora se ha centrado en los aspectos más técnicos o puramente jurídicos que no son precisamente proclives para fomentarla, hoy va a aprovechar algún debate de actualidad y en particular uno que se desarrolla en linkedin para plasmar algunas reflexiones respecto a la función de los abogados cuándo litigan.

La pregunta que da origen a esta reflexión es la siguiente ¿Es necesaria la agresividad, en el ejercicio de la abogacia?

Para tener una opinión sobre el particular no hace falta saber de leyes ni tener la más mínima noción jurídica, porque cualquiera que alguna vez haya contratado los servicios de un abogado tenía unas concretas expectativas al respecto. Y así, por usar los conceptos del baloncesto, habrá quien espere de su abogado una defensa marcando al contrario y otros que verán mejor un marcaje en zona, pero ninguno entendería una pasividad estilo Rajoy, que por mucho que alardee de manejar bien los tiempos, por centrarse en el cronónometro, se desentiende del campo de juego.

A mi entender, esas expectativas de cada ciudadano respecto de la actitud que le despierta más seguridad y confianza en el desempeño profesional de su letrado, deben ser siempre explicitadas desde los primeros momentos, de manera que al formalizar la correspondiente prestación de servicios, el cliente pueda conocer en qué grado se van a cubrir éstas y el letrado deberá renunciar a asumir esa concreta defensa si considera inasumibles las indicaciones al respecto. Dicho de manera gráfica, el cliente, debe tener claro si la actitud de su letrado respecto a su caso va a corresponderse con la elevada dignidad de un Atticus Finch, el activismo cínico de un Alan Shore, o el escepticismo empírico de Sir Wilfrid Robarts

Lo anterior debe complementarse en todo caso con unas mínimas nociones que el letrado suministrará a su cliente para hacerle ver que el desarrollo de un juicio en España en teoría tiene muy poco que ver con lo que las teleseries americanas han fijado en su subconsciente y que los comportamientos que se permiten en estrados, dan muy poco margen para el lucimiento y la teatralidad que tanto nos encandilan en la pantalla.

Sir Wilfrid Robarts

Que por imperativo legal se nos prive asistir a la exhibición de una tarde de gloria de un Sir Wilfrid en «Testigo de cargo» no quita para que la contienda judicial sea ante todo el encauzamiento de la agresividad a través de un procedimiento rígidamente pautado. Negar ese componente es negar la esencia misma de la función que se desempeña en los estrados. El letrado no se sienta frente a la contraparte para contemplar el santo advenimiento de la concordia entre los litigantes en forma de mesurada resolución judicial, sino más prosaicamente para derrotar a su adversario y si es posible además reducir a pavesas dialécticamente hablando sus argumentos. (Esto que se suele conocer en lenguaje técnico como ganar con costas)

Cualquier idea que se tenga en mente sobre la agresividad del abogado ha de partir pues de ahí. Si, tras leer el Marca como le gusta a Rajoy, hubiéramos de usar una metáfora deportiva, creo que a muchos se les representaría la sala de vistas como un combate de boxeo dónde se espera asistir a una ensalada de golpes (dialécticos) entre los púgiles hasta ver caer a uno e intuyo que esa imagen no siempre resultará agradable para ciertas sensibilidades.

No entraré a discutir ahora si el boxeo es más o menos edificante como espectáculo deportivo, porque me interesa destacar en todo caso que según todos los estudios, el deporte más agresivo por antonomasia es el ajedrez, dónde dos tranquilos y en apariencia pacíficos ciudadanos cuya inteligencia se presume elevada se dedican a ejecutar extraños movimientos de piezas sobre un tablero. Un odio africano han llegado a profesarse los grandes maestros, que precisamente al no poder desahogar la enorme agresividad interior que acumulan contra su oponente, de una manera explosiva o con esa imediatez propia de los púgiles en el cuadrilátero, se ven compelidos a elaborar concienzudamente las más alambicadas estrategias con que encubrir unos impulsos cuasi homicidas.

No ha de extrañar demasiado esa violencia fría que oculta la apariencia calmada de los ajedrecistas ya que está lejos de ser exclusiva de estos deportistas y resulta común a cualquier otro ámbito. Si nos detenemos a observar a nuestro alrededor, cualquiera que simplemente haya coincidido en algún momento con una pareja mal avenida, habrá podido identificar un «mar de fondo» que encubre y delata una agresividad contenida que se manifiesta a la menor oportunidad cuando por ejemplo las más nimias expresiones que en un contexto menos hostil serían tenidas por neutras, adquieren un significado casi ofensivo. A diferencia del boxeo o el ajedrez,  las reglas que rigen este combate no están explícitas en ningún texto que permita su conocimiento directo y exégesis certera, sino que se han ido formando a través de las servidumbres que jalonan la rutina de una convivencia. Con ello, nuestra sensibilidad de espectadores se puede resentir aún más, ya que si bien intuimos esa violencia larvada carecemos de la capacidad para procesarla o incluirla en algún esquema previo.

Gregory Peck as Atticus Finch in To Kill a Mockingbird

En definitiva lo que todo ello nos muestra a mi entender es que lejos de circunscribirse a determinadas expresiones o manifestaciones, la agresividad es consustancial a la actividad humana y puede encubrirse hasta en las aparentemente más «pacíficas».

No soy más que un abogado que ha devenido mediador y por tanto si bien puedo saber algo de leyes, carezco de la preparación de los profesionales de la psicología a la hora de diseccionar el comportamiento humano, pero como es difícil sustraerse a la tentación, apuntaré una hipótesis que pueda ayudar a circunscribir esta paradoja. Es sabido que nuestra conducta es verificada permanentemente por la amígdala o el cerebro reptiliano que no da tregua alguna a la hora de discriminar ante lo que identifica como amenaza y nos pone en guardia ipso facto para reaccionar según unos impulsos fisiológicos determinados. Como nuestra capacidad para transformar esos impulsos primarios es infinita gracias a la cultura, ese gran invento que sobre todo el lenguaje ha hecho posible, nos encontramos con que la violencia de los ajedrecistas por ejemplo, ha conseguido sustituir una respuesta primaria por otra ciertamente muy elaborada que logra encubrir ese impulso pero que no por ello deja de ser esencialmente otra manifestación agresiva.

Es en un contexto sociocultural como el descrito dónde nos desenvolvemos cada día y hemos de discernir para obrar en consecuencia. A mi entender, la premisa básica para ello deberá poner el foco menos en las manifestaciones exteriores de la agresividad que en detectar y en última instancia encauzar esa violencia soterrada. A este respecto, no es indiferente que el campo de juego sea el del litigio que fomenta la actitud beligerante de las partes o el de la mediación, que pretende justamente su cooperación y abre muchas más posibilidades para su libre expresión.

Ideas como que sólo concilia el débil, o que la buena fe y la cortesía deben presidir la relación entre los participantes en un litigio, resultan igual de incompletas, desacertadas o inexactas. Nunca sabremos a priori quién es el débil porque nunca podremos conocer ni mucho menos medir el grado de audacia del contrario. Por otra parte, en una situación de violencia que es la propia de un enfrentamiento, importan mucho menos las normas que los hechos.

Si David era el fuerte o el débil es irrelevante por la sencilla razón de que nunca se desarrolló el combate según las reglas que todos suponían iba a tener lugar y bastó su rápida acometida con la onda para acabar con Goliat, que con toda su teórica fortaleza quizá hubiera preferido desde el primer momento una conciliación de haberle advertido que las ondas también se admitían. Lo que a uno sobró de audacia al otro fue de confianza.

Así, la fuerza de los hechos consumados se impone sobre la ideal representación de éstos conforme a ciertos parámetros que en última instancia es lo que las normas encarnan.

Se supone que en una sociedad avanzada es un valor en sí mismo la existencia de un gobierno de leyes y no de hombres, y ciertamente es una elevada conquista esa idea, pero no deja de ser un error cuando menos apelar a esa veneración de las normas para apaciguar a los que las violentan y eso sin contar además que en ciertas coyunturas incluso puede resultar absurda esa actitud.

Alan Shore

Baste considerar cuántos fueron los que con Goliat en tierra y David triunfante se atrevieron a recriminarle su falta de ética deportiva, o los que se hubieran acercado a Goliat, para sugerirle que felicitara al vencedor, como la cortesía marca. Ni lo uno ni lo otro por más que en teoría viniera obligado por las normas hubiera resultado lo más indicado en aquél momento y habría tenido muchas posibilidades de considerarse una afrenta. Apelar a la norma en esas circunstancia por muy loable que en teoría resultara su finalidad, simplemente había dejado de tener sentido por la fuerza misma de los hechos.

Cualquiera que haya leído a Max Weber, podrá recordar su caracterización del estado como sujeto que encarna el ejercicio en monopolio de la violencia legítima. A mi entender no andamos demasiado lejos de esa idea en nuestro ejercicio profesional. Debemos ser conscientes en todo momento de que no hacemos otra cosa más que administrar y encauzar una agresividad latente en la que estamos inmersos y que lejos de negar hemos de saber dosificar sin contagiarnos por ella lo que ciertamente nos veta toda ostentación gratuita y nos debe llevar a explorar todas las alternativas de resolución de conflictos posibles como algo complementario al recurso directo a la jurisdicción.

Que luego en esta, nos decantemos por el estilo de Alan Shore, Atticus Finch o Sir Wilfrid Robarts, al final no deja de ser una cuestión de «personal branding», pero a mi entender lo que resulta incomprensible es que sin ofrecer alternativas y habiendo dado a entender que seríamos auténticos pit-bulls en la defensa de los intereses de nuestro cliente, nos amparemos en las normas y pretendamos convencerle de la irrelevancia de los hechos consumados al «modo Rajoy».

¿O no?

El distinto alcance del principio de neutralidad en relación con el de imparcialidad en la mediación y en los ámbitos judicial y arbitral

Con carácter general, el Diccionario de la Real Academia Española, se refiere a la imparcialidad como “la falta de “designio anticipado o de prevención a favor o en contra de alguien o algo, que permite juzgar o proceder con rectitud” (1) y define la neutralidad como la “cualidad o actitud de neutral, entendiendo por esta voz la facultad de aquel “que no participa de ninguna de las opciones en conflicto” (2)
De acuerdo con ello, en una primera aproximación, cabría entender que en los procedimientos heterocompositivos, caracterizados porque existe la autoridad de un tercero con la facultad de imponer a las partes en litigio una determinada solución, la imparcialidad consistiría en la obligación de juzgar en base únicamente a los criterios legales y a las convicciones que resulten de la tramitación ordenada del procedimiento, mientras que la neutralidad se identificaría con la ausencia de todo interés del árbitro o juez en el resultado del conflicto que enfrenta a las partes.
¿Qué ocurre en los métodos autocompositivos? ¿Son de aplicación también las categorías imparcialidad y neutralidad respecto de las funciones que desarrollan los terceros que asisten a las partes? ¿En qué términos? ¿En realidad tiene algún sentido hablar de neutralidad o imparcialidad del mediador, cuándo, muchas veces su actividad ni siquiera va a ser conocida por terceros y por tanto va a escapar a la necesidad de motivación racional que se predica de toda resolución que no quiera caer en el reproche de la arbitrariedad propia del decisionismo?¿Qué trascendencia puede derivarse de la mera traslación de los principios de imparcialidad y neutralidad al ámbito de la mediación, cuándo en éste no rige la prohibición legal del “non liquet” y a diferencia de lo que ocurre con el juez que nunca puede negarse a juzgar con la excusa de oscuridad o insuficiencia de la ley, el mediador es libre incluso de dar fin a su intervención en cualquier momento sin necesidad de haber concluído ningún acuerdo?¿Nos percatamos de que los principios de imparcialidad y neutralidad han nacido en en el ámbito litigioso y llegan al derecho colaborativo con unas adherencias que sin embargo se aceptan casi sin discusión cuándo quizá debería ser analizado cuidadosamente si tienen encaje y aplicación en un mundo que en principio les es ajeno? ¿Hemos reparado acaso en que mientras los litigantes disputan su combate en el cuadrilátero, jueces y árbitros esperan y observan como cada uno intenta ganar a costa del otro mientras los mediadores intentan convencerlos de que dejen la pelea?

Estos interrogantes sirven para llamar la atención sobre el distinto perfil con que necesariamente van a presentarse en el campo de la mediación, unos principios que aunque tienen el mismo nombre en el ámbito de la jurisdicción y el arbitraje, por obedecer a muy distintas motivaciones y buscar diversas finalidades operan en planos divergentes. Y es que, como tantas veces ocurre, la mera coincidencia en la denominación no puede llevarnos sin más a la automática identificación de las instituciones.

Significativamente regulado con el principio de igualdad de las partes, el RDL 5/12 lo mismo que la Ley 5/12 se refieren en idénticos términos a la imparcialidad de los mediadores en su artículo 7, introduciendo a continuación en su artículo 8 el principio de neutralidad con lo que se enmarca su actuación que se define en lo sustancial en el artículo 13.
Se suele decir que no existe consenso acerca de lo que se entiende por la neutralidad, ya que la ley omite toda definición al respecto, mientras que se suele admitir que la imparcialidad quiere hacer referencia a la permanente actitud que ha de mantener el mediador para garantizar en cada momento la libre expresión de sus ideas y argumentos por cada uno de los intervinientes para con ello equilibrar sus posiciones respetando su igualdad.
Entendemos nosotros que la falta de definición legal de la neutralidad, puede ser perfectamente suplida por otras vías, sin merma alguna de su cabal entendimiento, por lo que en último término, la dificultad para la correcta identificación de tal principio es más supuesta que real.
Así, recurriendo a un ejemplo que propone Aguiló Regla (3) “parece claro que el árbitro debe ser neutral respecto del resultado del partido, y la neutralidad consiste precisamente en la actitud de no decidir el resultado. El árbitro neutral es el que no decide, no influye en el resultado. Sumar goles y controlar si han transcurrido 45 minutos de juego no es decidir, es contar y medir.”
En tal sentido, cuándo el artículo 2 del Código de Buenas Prácticas en Mediación del Club Español del Arbitraje se refiere a la neutralidad para afirmar que: “El mediador debe ser y permanecer neutral respecto del conflicto”, se está acogiendo precisamente una acepción análoga a la sugerida por Aguiló, que a su vez y como vimos al inicio, concuerda con el significado gramatical del término.
Por tanto, el mediador neutral, queda caracterizado por su absoluta irrelevancia respecto de la solución finalmente adoptada por las partes, lo que es muy distinto de postular a su vez su equidistancia respecto al obrar de éstas en el transcurso del proceso de mediación o de postular una supuesta contradicción entre su proclamada neutralidad respecto del resultado del proceso y su reconocido activismo en la defensa de aquellos que resulten perturbados en su libre manifestación durante su tramitación.
No cabe entender nunca un mediador que adopte una postura activa respecto del resultado buscado por las partes y merezca seguir ostentando tal nombre. Neutralidad y mediación son prácticamente indisociables, por más que algunos hayan pretendido ver una pretendida incompatibilidad entre la neutralidad que proclama la ley y la intervención activa que propugna al delimitar su actuación.
Es oportuno que traigamos de nuevo a colación a Aguiló para entender por qué no hay contradicción alguna en ello: “Sin embargo, en relación con el desarrollo del juego la actitud que se le exige es la de la imparcialidad porque precisamente su papel consiste en decidir cosas tales como si una cierta acción fue falta o no, o si una situación fue un gol válido o no, etc. A la hora de determinar si la falta que un jugador le hace a otro es merecedora de tarjeta roja o no, al árbitro no se le exige que sea neutral entre agresor y agredido; lo que se le exige es que sea imparcial ”
Esta sistematización presenta una claridad indudable a la hora de deslindar lo específico de la neutralidad respecto de la imparcialidad, iluminando las relaciones entre ambas en los procedimientos que resuelven jueces y árbitros, pero sin embargo a nuestro entender no debe llevar a la absoluta equiparación con el proceso de mediación, algo no siempre tenido en cuenta por la doctrina.
Cuando la ley se refiere en su artículo 13.2 a que, como no podría ser de otro modo: “El mediador desarrollará una conducta activa tendente a lograr el acercamiento entre las partes, con respeto a los principios recogidos en esta ley” entendemos nosotros que lejos de cuestionarse la vigencia de los demás principios que la propia ley proclama (voluntariedad, confidencialidad, neutralidad, imparcialidad) lo que está haciendo es llamar la atención sobre lo específico de la función del mediador como figura propia de los procesos de autocomposición para deslindarla así  de las funciones de otros operadores jurídicos en los procesos de heterocomposición.
Dicho más claro: jueces y árbitros mientras observan que los contendientes se conducen según las normas, están obligados a disponer y resolver (en derecho o equidad) pero en todo caso a través de un proceso rígido jurídicamente explicitado que discurre por medio de resoluciones que elaboran y fundamentan por escrito en su mayoría y que se imponen siempre a las partes. Por contra, los mediadores, que carecen de poder alguno para imponerse a las partes tienen la obligación de ejercer entre ellas una actuación facilitadora de la que generalmente no va a quedar rastro alguno frente a terceros, aun en el caso de que finalmente llegara a plasmarse una voluntad concorde de los contendientes a suscribir algún documento. Es esa actividad informal del mediador la «conducta» que ha de ser enjuiciada en su caso y el parámetro para ello no es otro que el adecuado uso de las específicas técnicas de mediación a los fines que le son propios, de manera que no pueda ofrecer dudas que la actividad desplegada no ha servido a objetivos espurios.
El proceso judicial tiene que acabar en todo caso con un acto expreso que le ponga fin (bien resolviendo sobre el fondo de la litis, absolviendo en la instancia por faltar elementos esenciales para la correcta configuración de la relación jurídico-procesal o reconociendo el desistimiento o la transacción acordada por las partes) y sin que quepa la negativa a fallar sobre el litigio planteado y es ese acto formalizado el principal objeto de enjuiciamiento. El arbitraje por su parte, (sea en derecho o equidad) siempre ha de explicitarse a través de un laudo. La correcta motivación de la resolución judicial se convierte en el principal vehículo legal a través del cual se verifica en cada caso su correcta adecuación a los parámetros legales. Otro tanto ocurre respecto de las circunstancias concurrentes en el laudo arbitral a los mismos fines.
En coherencia con el hecho de que para el juez y el árbitro, el conflicto entre las partes sea un dato irrelevante en cuanto que sólo atienden a la manifestación formalizada de éste, y que el control principal de sus decisiones verse sobre su correcta formalización o exteriorización, resulta la constatación de unos márgenes muy delgados para una alegación de falta de imparcialidad derivada de la conducta desplegada por el juez.

Para el mediador, por contra, lo irrelevante es precisamente atender a una determinada formalización del conflicto, pues tanto si pretende superarlo como encauzarlo, lo que busca ante todo es impedirlo y en vez de contemplarlo en la distancia vigilando a los contendientes, impulsarlos a cooperar para alcanzar una solución «win-win» sin vencedores ni vencidos que logre su mutua satisfacción. Esa distinta finalidad del proceso de mediación que determina además su ausencia de carácter ritualizado y formal impide su control en base a los mismos parámetros de legalidad que rigen las decisiones judiciales.

De este modo, el control habrá de versar sobre la conducta del mediador,  y en concreto sobre la relevancia que en el desarrollo del proceso ha supuesto la actividad desplegada por éste para desde ahí verificar si esta se ha ajustado a los parámetros y principios que la ley le define. Es decir el objeto de control va a desplazarse hacia la idoneidad de la conducta manifestada por el mediador en relación con la decisión adoptada frente a los contendientes.

El juez y el árbitro pueden “contaminarse” cuando conocen el objeto de la litis y la identidad de los sujetos litigantes y durante el proceso mismo, por múltiples motivos que hagan quebrar su posición institucional al destruir su apariencia de imparcialidad. El mediador que no dirige el proceso a través de resoluciones motivadas, sino de actitudes que configuran un marco fuertemente imbuído de técnicas psicológicas, enfrenta no pocos riesgos de que acontezcan, por ejemplo, fenómenos de identificación y proyección con alguno de los intervinientes lo que con mayor motivo obliga a que su imparcialidad haya de ser objeto de un detenido escrutinio en un plano diverso y por ende más amplio.

En este sentido entendemos que la falta de expresa previsión legal no puede ser óbice para que quien se haya visto perjudicada en sus legítimas expectativas pueda instar la nulidad del proceso alegando la falta de imparcialidad del mediador basándose en la conducta desplegada por este. Repárese en que si bien en teoría, es perfectamente posible obtener la nulidad de una sentencia por falta de imparcialidad del juez, aquella falta de imparcialidad se configura en los estrechos márgenes de las causas de abstención y recusación o se ventila con la denuncia de los supuestos flagrantes tipificados como delito, mientras que la posibilidad que aquí se apunta carece de parangón respecto de la jurisdicción y el arbitraje, pues necesariamente opera como una cláusula abierta al juego de múltiples comportamientos. Y es que, en cierto modo, los estrechos márgenes para apreciar la imparcialidad del juez no dejan de ser trasunto de la posición de autoridad que le otorga su caracterización como poder del estado a través de un procedimiento rígidamente pautado, mientras que la amplitud de las posibilidades de impugnación y cuestionamiento de la imparcialidad del mediador es manifestación de la distinta configuración de éste en los procesos en que interviene. (4)

NOTAS
(1) Consulta obtenida del enlace http://lema.rae.es/drae/?val=imparcialidad
el 4 de Setiembre de 2014
(2) http://lema.rae.es/drae/?val=neutral Consulta efectuada el mismo día
(3) De nuevo sobre “independencia e imparcialidad de los jueces y argumentación jurídica” Aguiló Regla, Josep,
(4) Curiosamente, muy poco de lo apuntado sería extrapolable a esa peculiar figura que con el nombre de mediador concursal ha configurado la ley, y que en contraposición al resto de sus congéneres, presenta una férrea caracterización en base a parámetros fuertemente formalizados sin margen alguno por dónde se filtre algún recurso a técnicas de la genuina actividad mediadora. Aquí, las partes estarían legitimadas a recurrir alegando falta de imparcialidad desde el mismo momento que se interpusiera la solicitud del concurso consecutivo, vulnerando así su deber de confidencialidad. (VID Los difusos contornos del deber de confidencialidad del mediador concursal en el caso de su eventual actuación en el concurso consecutivo subsiguiente a un fallido acuerdo extrajudicial de pagos )